Esta obra en particular se estructura como una composición de tensión latente. Una mano rígida, inerte, aparece suspendida dentro de una arquitectura precaria de maderas desgastadas. Su gesto, ambiguo entre el saludo, la súplica y la advertencia, se ve atravesado —literal y simbólicamente— por una navaja negra que divide la composición como una herida suspendida en el tiempo. El filo no corta, pero amenaza. No actúa, pero su presencia basta para alterar la lectura del conjunto.
La navaja, como objeto cotidiano asociado al trabajo, la defensa o la violencia, se convierte aquí en un símbolo que desborda su funcionalidad. Su inclusión activa una lectura sobre el conflicto: el conflicto interno, social, estructural. La obra interpela al cuerpo —ese cuerpo que no aparece completo, pero cuya presencia se sugiere en lo fragmentado— y plantea preguntas incómodas sobre el límite entre protección y amenaza, entre decisión y parálisis, entre contención y estallido.
El lenguaje matérico es esencial: maderas corroídas, superficies agrietadas, restos de pintura, clavos visibles. Nada se oculta, todo habla de desgaste, de historia, de tiempo detenido. Esta poética de lo residual sitúa la obra dentro de una tradición que dialoga con el arte povera y el assemblage, pero también con una sensibilidad contemporánea que desconfía de la pureza formal y apuesta por la carga simbólica de la materia.
En lugar de ofrecernos una imagen cerrada, la obra actúa como un dispositivo abierto: nos sitúa ante una escena que no narra, pero sugiere; que no explica, pero evoca. Invita al espectador a construir sentido desde el vacío, desde el hueco, desde el peligro contenido. Y en ese vacío habita precisamente su fuerza: en lo que calla, en lo que contiene, en lo que podría
suceder.