El encuentro no se presenta como un acto de conciliación, sino como un campo de tensiones. La caja, al mismo tiempo estructura y vacío, se convierte en el dispositivo que evidencia los límites de toda tentativa de contacto. De un lado, la imagen de las manos insiste en la proximidad, en el gesto humano que busca un otro; del otro, las varillas rígidas expandiéndose fuera del marco sugieren un movimiento incontrolable, un exceso que resiste ser domesticado.
El centro vacío no es pasividad, sino el espacio donde se negocia el sentido del encuentro. Es allí donde se hace visible la imposibilidad de fijar una forma estable: lo humano y lo estructural, lo ordenado y lo caótico, lo interior y lo exterior nunca terminan de ensamblarse. La obra muestra que el encuentro no es un estado alcanzado, sino una fricción constante entre fuerzas divergentes que nunca llegan a resolverse del todo.