El collage se apropia de un fragmento pictórico de raíz clásica para desestabilizar su discurso original mediante un gesto de yuxtaposición irónica. Allí donde la pintura invocaba lo trascendente, lo divino o lo apocalíptico, la inserción de un cuerpo invertido atrapado en una taza produce un quiebre semántico que desplaza la lectura hacia lo absurdo y lo grotesco.
Este procedimiento remite a la tradición del dadaísmo y el surrealismo, donde el choque de elementos incongruentes funcionaba como estrategia para cuestionar las lógicas de representación hegemónicas. En este caso, el título “La hora del té” redobla el extrañamiento: la referencia a un hábito cotidiano y trivial se superpone al pathos solemne de la escena, desacralizando su aura y revelando la fragilidad de los relatos que pretenden sostener un orden simbólico.
Las líneas blancas que atraviesan la superficie actúan como una segunda capa de intervención: un velo que erosiona la pintura original y marca la imposibilidad de recuperar su plenitud. Este gesto de tachadura o rasgado aproxima la obra a prácticas contemporáneas de la apropiación crítica, donde el archivo visual de la historia del arte se recontextualiza mediante operaciones de corte, collage o borradura.
En su conjunto, La hora del té problematiza la tensión entre lo sublime y lo banal, entre el mito y lo cotidiano. La obra se instala en el territorio del humor como disrupción crítica, un humor que no sólo parodia la iconografía tradicional, sino que también señala cómo lo absurdo puede devenir herramienta para pensar lo político y lo simbólico en la contemporaneidad.