El salto en las artes es siempre imprescindible.
Solo quien se atreve a abandonar la superficie puede abrir nuevos territorios.
Sin embargo, lo clásico —esa herencia que vela y sostiene— insiste en retener la forma, en sujetar la figura antes del vuelo.
El cuerpo, con los miembros dislocados, intenta desprenderse, pero su cabeza permanece sumergida en la taza del té: metáfora de la tradición, del rito que domestica el impulso.
Entre la calma del hábito y la tensión del movimiento, surge la duda eterna: ¿es posible saltar sin romper el equilibrio?, ¿puede el arte liberarse sin renegar de su origen?
En esa oscilación se construye la obra: entre el deseo de avanzar y la necesidad de permanecer, entre el vértigo y la contención.
El salto, más que un gesto físico, es una declaración de posibilidad