El gran salto...en la hora del té - collage - 28x22cm.

 



El salto en las artes es siempre imprescindible.

Solo quien se atreve a abandonar la superficie puede abrir nuevos territorios.

Sin embargo, lo clásico —esa herencia que vela y sostiene— insiste en retener la forma, en sujetar la figura antes del vuelo.


El cuerpo, con los miembros dislocados, intenta desprenderse, pero su cabeza permanece sumergida en la taza del té: metáfora de la tradición, del rito que domestica el impulso.

Entre la calma del hábito y la tensión del movimiento, surge la duda eterna: ¿es posible saltar sin romper el equilibrio?, ¿puede el arte liberarse sin renegar de su origen?


En esa oscilación se construye la obra: entre el deseo de avanzar y la necesidad de permanecer, entre el vértigo y la contención.

El salto, más que un gesto físico, es una declaración de posibilidad

La hora del té - collage - 28x22cm.


El collage se apropia de un fragmento pictórico de raíz clásica para desestabilizar su discurso original mediante un gesto de yuxtaposición irónica. Allí donde la pintura invocaba lo trascendente, lo divino o lo apocalíptico, la inserción de un cuerpo invertido atrapado en una taza produce un quiebre semántico que desplaza la lectura hacia lo absurdo y lo grotesco.


Este procedimiento remite a la tradición del dadaísmo y el surrealismo, donde el choque de elementos incongruentes funcionaba como estrategia para cuestionar las lógicas de representación hegemónicas. En este caso, el título “La hora del té” redobla el extrañamiento: la referencia a un hábito cotidiano y trivial se superpone al pathos solemne de la escena, desacralizando su aura y revelando la fragilidad de los relatos que pretenden sostener un orden simbólico.


Las líneas blancas que atraviesan la superficie actúan como una segunda capa de intervención: un velo que erosiona la pintura original y marca la imposibilidad de recuperar su plenitud. Este gesto de tachadura o rasgado aproxima la obra a prácticas contemporáneas de la apropiación crítica, donde el archivo visual de la historia del arte se recontextualiza mediante operaciones de corte, collage o borradura.


En su conjunto, La hora del té problematiza la tensión entre lo sublime y lo banal, entre el mito y lo cotidiano. La obra se instala en el territorio del humor como disrupción crítica, un humor que no sólo parodia la iconografía tradicional, sino que también señala cómo lo absurdo puede devenir herramienta para pensar lo político y lo simbólico en la contemporaneidad.


El encuentro - 30x40x15cm. - técnica mixta, cartón , loneta, collage, madera y alambre



 El encuentro no se presenta como un acto de conciliación, sino como un campo de tensiones. La caja, al mismo tiempo estructura y vacío, se convierte en el dispositivo que evidencia los límites de toda tentativa de contacto. De un lado, la imagen de las manos insiste en la proximidad, en el gesto humano que busca un otro; del otro, las varillas rígidas expandiéndose fuera del marco sugieren un movimiento incontrolable, un exceso que resiste ser domesticado.


El centro vacío no es pasividad, sino el espacio donde se negocia el sentido del encuentro. Es allí donde se hace visible la imposibilidad de fijar una forma estable: lo humano y lo estructural, lo ordenado y lo caótico, lo interior y lo exterior nunca terminan de ensamblarse. La obra muestra que el encuentro no es un estado alcanzado, sino una fricción constante entre fuerzas divergentes que nunca llegan a resolverse del todo.


El refugio inacabado - medidas variables - cobre, alambre cemento y cartón



El refugio aparece como un gesto siempre interrumpido: nunca sabemos cómo formarlo, nunca se completa del todo. En lugar de ofrecer cobijo, abre la experiencia de la incertidumbre.


Ese refugio, que debería proteger, se convierte en un espacio inhabitable: la solidez asfixia lo frágil, la dureza invade lo endeble, y lo que prometía sostener termina oprimiendo.


Finalmente, lo que queda es un refugio roto, un lugar donde la idea de hogar se desmorona, dejando expuesta la vulnerabilidad de habitar en un mundo que no garantiza ni techo ni pertenencia.

La casa de Hanna



En La casa de Hanna el concepto de hogar aparece como un espacio en ruinas, despojado de su promesa de protección. La pieza está construida a partir de materiales humildes —madera gastada, cartón endurecido, una bombilla pintada de negro y un dado—, elementos que en su encuentro componen una arquitectura precaria, cercana al derrumbe. Este gesto material revela la tensión entre lo que debería sostener y lo que inevitablemente cede, como metáfora de la vulnerabilidad de la existencia en contextos de violencia y desplazamiento.


La bombilla negra es un signo poderoso: al negar la luz, niega también la posibilidad de claridad, de vida cotidiana, de continuidad. La oscuridad que impone se expande más allá de la pieza misma, configurando un paisaje simbólico donde el hogar queda reducido a un lugar inhabitable.


El dado, en cambio, introduce una lectura distinta pero complementaria. Su presencia señala el azar, el destino jugado en una tirada imprevisible, la fragilidad de la seguridad doméstica frente a la arbitrariedad política y social. La estabilidad del hogar no depende aquí de un arraigo sólido, sino de circunstancias fortuitas que pueden quebrarse en cualquier momento.


El ensamblaje, además, no oculta su precariedad: maderas que parecen a punto de deshacerse, ángulos torcidos, un equilibrio inestable que tensiona la mirada del espectador. No hay armonía ni centralidad, sino fragmentos que apenas se sostienen. Esa condición suspendida y amenazante convierte la obra en una alegoría del exilio, donde la casa deja de ser refugio para convertirse en signo de ausencia y pérdida.


La casa de Hanna no busca idealizar el recuerdo ni reconstruir nostálgicamente un hogar perdido. Por el contrario, se presenta como un testimonio crítico de la imposibilidad de habitar, de la fragilidad de aquello que llamamos pertenencia. En su materialidad tosca y en su lectura simbólica, la pieza interpela directamente la indiferencia de quienes observan desde la distancia, obligándonos a confrontar el hecho de que, en determinados contextos históricos, la casa ya no existe: solo quedan sus restos, sus ruinas y el eco de lo que alguna vez fue refugio.



Licencia para entrar demando



En esta obra, los fragmentos de madera conforman una estructura quebrada, que parece sostenerse apenas en un equilibrio precario. Lo clásico se insinúa en la imagen fotográfica en blanco y negro: un guiño a la tradición pictórica y escultórica que, al insertarse en la dureza del ensamblaje contemporáneo, deja de pertenecer a un orden estable. La composición no busca la armonía, sino el desencuentro: maderas que no encajan, ángulos forzados, clavos que afirman y al mismo tiempo hieren.


El diálogo entre lo clásico y lo contemporáneo se convierte así en un choque que no alcanza la conciliación. El gesto visual transmite una lectura de derrota, de colapso inevitable: como si el intento de sostener la memoria y el presente dentro de una misma forma terminara en ruina. En esa imposibilidad, todo parece caer, recordándonos que los lenguajes del arte —como la propia historia— están atravesados por tensiones irresueltas.


 





Palestina - 25x25x6cm.- técnica mixta, madera, cartón y clavos



 The silhouettes, with their classical cut, are not mere profiles; they embody a Europe gazing at itself through its ancient forms, proud of its cultural heritage, yet unable —or unwilling— to turn its head toward the tragedy unfolding at its doorstep.

The imagined marble of these faces, with its timeless aesthetic, stands in stark contrast to the brutality within: nails, splinters, a swarm of violence.


The central box becomes an uncomfortable showcase, a display case where barbarity is laid bare, while the figures framing it remain motionless, almost ornamental.

It is the metaphor of a Europe laden with history, yes, but also heavy with complicit silences; a civilization that has made heritage and memory its banner, while ignoring —or justifying— the systematic destruction of a people.


Here, “Palestine” is not merely a territory: it is an uncomfortable mirror reflecting the moral fracture of a continent that, despite knowing the weight of genocide in its own history, chooses to look away.


Las siluetas, de corte clásico, no son simples perfiles; son la encarnación de una Europa que se mira a sí misma en sus formas antiguas, orgullosa de su herencia cultural, pero incapaz —o reacia— a girar la cabeza hacia la tragedia que ocurre frente a sus puertas.

El mármol imaginario de esos rostros, con su estética atemporal, contrasta con la crudeza del interior: clavos, astillas, un enjambre de violencia.


La caja central se convierte en un escaparate incómodo, una vitrina donde la barbarie se expone a plena vista, mientras las figuras que la enmarcan permanecen inmóviles, casi decorativas.

Es la metáfora de una Europa cargada de historia, sí, pero también cargada de silencios cómplices; una civilización que ha hecho del patrimonio y de la memoria un estandarte, mientras ignora —o justifica— la destrucción sistemática de un pueblo.


Aquí, “Palestina” no es solo un territorio: es un espejo incómodo donde se refleja la fractura moral de un continente que, pese a conocer el peso del genocidio en su propia historia, decide apartar la mirada.

 

S/t







 En el trabajo de este artista, los objetos se resisten a permanecer en silencio. Cada fragmento —madera, metal, imagen, herramienta— conserva la memoria de un uso anterior y al mismo tiempo se carga de nuevos significados al ser ensamblado en un contexto escultórico que rehúye la neutralidad.


Esta obra en particular se estructura como una composición de tensión latente. Una mano rígida, inerte, aparece suspendida dentro de una arquitectura precaria de maderas desgastadas. Su gesto, ambiguo entre el saludo, la súplica y la advertencia, se ve atravesado —literal y simbólicamente— por una navaja negra que divide la composición como una herida suspendida en el tiempo. El filo no corta, pero amenaza. No actúa, pero su presencia basta para alterar la lectura del conjunto.


La navaja, como objeto cotidiano asociado al trabajo, la defensa o la violencia, se convierte aquí en un símbolo que desborda su funcionalidad. Su inclusión activa una lectura sobre el conflicto: el conflicto interno, social, estructural. La obra interpela al cuerpo —ese cuerpo que no aparece completo, pero cuya presencia se sugiere en lo fragmentado— y plantea preguntas incómodas sobre el límite entre protección y amenaza, entre decisión y parálisis, entre contención y estallido.


El lenguaje matérico es esencial: maderas corroídas, superficies agrietadas, restos de pintura, clavos visibles. Nada se oculta, todo habla de desgaste, de historia, de tiempo detenido. Esta poética de lo residual sitúa la obra dentro de una tradición que dialoga con el arte povera y el assemblage, pero también con una sensibilidad contemporánea que desconfía de la pureza formal y apuesta por la carga simbólica de la materia.


En lugar de ofrecernos una imagen cerrada, la obra actúa como un dispositivo abierto: nos sitúa ante una escena que no narra, pero sugiere; que no explica, pero evoca. Invita al espectador a construir sentido desde el vacío, desde el hueco, desde el peligro contenido. Y en ese vacío habita precisamente su fuerza: en lo que calla, en lo que contiene, en lo que podría 

suceder.

Paisaje



 


En este paisaje no hay árboles ni cielo, ni horizonte que se pierda en la distancia. Este paisaje se construye desde la materia áspera, desde la tensión de los elementos que no buscan complacer. A la izquierda, un bloque de cemento denso, con texturas que evocan tierra removida, huellas, quizás memoria mineral. A la derecha, un enjambre de varillas metálicas se desborda violentamente sobre un fondo azul que parece contener un abismo. El marco de madera rústica no encierra, más bien enmarca un conflicto: el choque entre lo orgánico y lo industrial, entre lo contenido y lo que se expande.


Este paisaje es una herida, una frontera, un espacio de fricción. No hay armonía, pero sí fuerza. No hay belleza convencional, pero sí verdad. Nos invita a mirar la geografía de lo quebrado, de lo no resuelto. Y en ese gesto, tal vez, encontramos el reflejo de nuestros propios territorios internos.


Disrupción - 24x24x10cm. - técnica mixta, estampa, madera y metal




 La historia no se cuenta; se retuerce. Enmarcada en un marco de madera cuarteado —casi barroco, casi reliquia—, se presenta una imagen recortada y estremecedora: los pies de una niña ensangrentada tras un atentado . La fotografía, en blanco y negro, aparece fragmentada, incompleta, suspendida en el tiempo, como si el horror no pudiera —o no debiera— mostrarse del todo.
Lo que irrumpe en ese silencio fotográfico es una cuchara, metálica y deformada, que atraviesa la imagen como una herida tridimensional. No se trata de un simple objeto añadido, sino de un gesto simbólico cargado de resonancia: la cuchara, símbolo por excelencia del cuidado, de la infancia, de la nutrición, aparece aquí retorcida, violentada, inútil. Es lo cotidiano convertido en testimonio del trauma.
Esa cuchara torpe y encorvada se clava en el centro de la escena, impidiendo cualquier lectura neutral. Actúa como un cuerpo extraño que, lejos de complementar la imagen, la interroga, la desborda. ¿Cómo se digiere una escena así? ¿Cómo se incorpora, se traga, se asimila esa violencia en el relato colectivo?
El marco dorado, con su pretensión de conservar y embellecer, se convierte en una ironía amarga. Porque nada aquí puede ser embellecido. Porque incluso lo que se enmarca sigue doliendo. La imagen es pequeña, contenida, pero su carga es inmensa: no muestra sangre explícita, pero la cuchara —azulada, amoratada, como si hubiese absorbido el golpe— nos la recuerda.
Esta obra no es conmemorativa ni documental. Es una cápsula emocional, una trampa para la memoria, una miniatura donde lo doméstico se vuelve insoportable. En tiempos donde lo histórico se disputa desde la imagen, esta pieza nos obliga a mirar lo que no queremos ver: lo que se retuerce, lo que no se cura, lo que no se digiere.




 

Collage - 15x20cm.


 No busco una narrativa clara. Este collage no la ofrece. Y en ese vacío encuentro sentido: la historia, la política, los medios, la memoria… todo está hecho de fragmentos. Nos venden relatos cerrados, pero en el fondo todo es así: parcial, distorsionado, cortado con tijera. Esta obra me recuerda que mirar también es elegir qué ver y qué ignorar, y que muchas veces lo que se oculta es lo más importante.